Era una noche fresca y despejada de fin de año en una ciudad del sur del continente. Sara vacacionaba allí con su mejor amigo, Diego. En verdad eran muy buenos amigos, nunca había pasado de allí, pero en esos días de playa y turismo sin complicaciones, Sara había llegado a sentir una sorpresiva atracción por él. Sin embargo, no había pasado nada; Sara no estaba segura de ser correspondida en esos sentimientos tan inesperados y no se atrevía a dar ningún paso.
Esa noche vieja, decidieron recibir el año como lo hacía la mayoría de los locales: en la plaza central de la ciudad, llena de gente con botellas de vino en mano, haciendo el conteo final para confundir abrazos de conocidos y desconocidos. Llegaron al lugar cerca de las 10 de la noche. Una plaza pequeña que empezaba a llenarse de gente de lo más variopinta: familias enteras que preparaban una especie de picnic en el césped, parejas de enamorados, grupúsculos de jóvenes con modas y tendencias indescifrables, hombres mayores solos, con sus mascotas o sus amantes y hasta indigentes que deambulaban recogiendo botellas vacías para reciclar.
El lugar era hermoso, lleno de luces que se enredaban en los troncos de los árboles, pero que sin embargo no iluminaban del todo la explanada que cada vez se llenaba de más y más gente. Era una especie de “Time Square” sin nieve, sin frío paralizador y sin ropas pesadas… un verdadero paraíso, pero a Sara la intimidaba por no conocer a nadie a su rededor. A ratos cruzaba algunas miradas con los más cercanos vecinos y no todas eran tranquilizadoras; pensaba intrigada en cómo sería la vida de cada una de esas personas, sobre todo aquellas que estaban solas en el momento más emblemático del año. Por suerte, ella estaba con Diego y eso la hacía sentir protegida.
Pronto se acabaron las dos botellas de vino espumante que habían llevado para recibir las doce, y apenas eran las once y veinte de la noche, así que Diego decidió separarse de su amiga para encontrar algún lugar cercano donde comprar un par de botellas más. Sara no quería quedarse sola, pero Diego la tranquilizó: “no me tardaré nada, no te preocupes”, le dijo, rodeándola con sus brazos por la cintura y dándole un beso en la boca que a Sara dejó sin aliento, no sólo por la sorpresa, sino por la suavidad y la tibieza infinita de esos labios nuevos que tanto había querido probar.
Diego se alejó y Sara se quedó en el medio de la plaza abarrotada de gente con una sonrisa tonta en los labios… Se distrajo mirando algunos fuegos artificiales que ya comenzaban a surcar el negrísimo cielo austral cuando, unos minutos más tarde, sintió que una mano la tomaba por la cintura desde atrás y la otra le levantaba el livianísimo vestido de algodón que llevaba… Esas manos la aproximaron repentinamente a un cuerpo masculino, grande y rudo y Sara pudo sentir en sus caderas el bulto inmenso y erecto que aún entre el pantalón parecía querer hurgar entre las nalgas lisas y hermosas de la chica. Sara pensó que el vino espumante y el anonimato que significaba estar allí entre una masa desconocida de gente, había finalmente desinhibido a Diego para dar el paso definitivo, y simplemente se dejó llevar, para demostrarle que los sentimientos eran correspondidos.
Aquellas manos varoniles y toscas escudriñaron por debajo de la panty y comenzaron a juguetear con cada pliegue, hendidura o prominencia que encontrara en el camino, mientras que Sara le facilitaba los accesos, abriendo las piernas y empujando con sus nalgas para frotar aquella inmensidad que, repentinamente, sintió carne con carne, tibia, roma, húmeda y turgente.
Faltaban sólo cinco minutos para las 12 de la medianoche… y Sara no podía imaginar mejor manera de recibir el año que con ese chorro de sensaciones que la acaloraban y la hacías sudar y sonreír al mismo tiempo… La muchedumbre se apretaba cada vez más entre sí, haciéndolos a ellos casi invisibles y facilitando una penetración de por sí generosa y sin reservas… Las manos masculinas ahora apretaban senos y nalgas, acariciaban cuello y cabellos y se introducían en la boca de Sara que succionaba y mordisqueaba rítmicamente con cada balanceo de sus caderas hundidas en un falo por demás complaciente.
Como si lo hubieran planeado, el orgasmo comenzó a aproximarse con la cuenta regresiva del diez al uno que anunciaba el clímax de la noche, y las doce campanadas del reloj de la catedral acompañaron a doce espasmos que derramaron doce gotas de esperma dentro de la dulce y febril cavidad. Inmediatamente el gozo paró, el hombre se retiró y ella, sorteando empujones y abrazos gozosos de la gente, logró darse la vuelta a tiempo para mirar la espalda de un hombre ancho y ralo que desaparecía entre la multitud.
Sara miró hacia todas las direcciones buscando desesperadamente a Diego, hasta que lo vio aproximarse rápidamente y con cara de preocupación, desde el otro extremo de la plaza. Con una botella de espumante en cada mano, llegó hasta su amiga, la abrazó, la besó nuevamente con la misma dulzura de minutos atrás y le dijo: «Discúlpame por haberte dejado sola justo en este momento; la tienda era un caos de gente y no pude llegar a tiempo… Feliz Año, amiga…«.